La urgencia del reconocimiento y respeto del otro como claves de la actual educación en valores. Año 3. Número 7

Autor: Carlos Felipe Merino Suárez.

RESUMEN

La realidad en la que vive inmerso el hombre contemporáneo está marcada por un constante proceso de despersonalización acelerado por la vertiginosidad de la globalización –tanto mediática como económica-, como por una insuficiente educación.

En este artículo se proponen, como medidas propicias para recuperar la esencia propia del hombre y de su formación, los valores del respeto y de la alteridad.

PALABRAS CLAVE: Educación en valores, respeto, alteridad.

INTRODUCCIÓN
Una de las mayores demandas y a la vez uno de los retos más apasionantes como complicados a los que se enfrentan hoy quienes se dedican a educar a niños y a jóvenes es el de abordar la educación integralmente.

“La transmisión de los conocimientos aunado con el entendimiento de las necesidades, respetando los intereses de los demás pero buscando el desarrollo positivo mediante una formación integral, promueve y da pauta a las bases de un futuro cambio” (Barber Kuri, 1996). Es decir, en palabras de Zorrilla (1998), se trata de “combinar el conocimiento y los valores humanos, morales y cívicos deseables que permitan consolidar y profundizar la democracia, la cohesión social, la equidad, la participación, la solidaridad y ofrecer mejores condiciones para vivir la vida humana”.

Además, como señala Gutiérrez Sáenz (2001): “la presentación y captación de los valores puede incrementar el horizonte axiológico de los alumnos. Su intencionalidad se moverá dentro de un ámbito mayor y más profundo. Su vida misma adquiere dimensiones más auténticas y satisfactorias. En definitiva, el estudiante será capaz de enriquecerse y de enriquecer a los demás en una actividad generadora de valores”.

El presente artículo tiene como finalidad generar la reflexión en torno a la necesidad de promover y fortalecer la educación axiológica de los estudiantes actuales con especial énfasis en los valores del respeto y la alteridad, los cuales representan nuevos referentes para construir una nueva moral enriquecida por otros puntos de vista, por otros modos de vida, por otros criterios éticos (Ruiz, 2010), lo que propicia relaciones “desde planos de igualdad y asegura el mutuo enriquecimiento” entre las personas y los pueblos (Schmelkes, 2002).

DESARROLLO
De acuerdo con Schmelkes (2002), una sociedad altamente educada tiene que ser una sociedad equitativa, por lo que puede entenderse que la educación de esa sociedad también deba serlo. La educación tan selectiva en México no puede conducirse por razones socioeconómicas que han determinado por mucho la suerte de todos; debe promoverse la igualdad y la calidad en todos los ámbitos de la actuación humana.

No se trata únicamente de formar ciudadanos aptos para competir en el juego vertiginoso de la globalización; debemos atender urgentemente la formación de personas capaces de pensar nuevas soluciones y de hacerlas realidad.

Los ciudadanos eficazmente formados comprenden profundamente la trascendencia de los actos humanos (Schmelkes, 2002). Educar en el respeto al medio ambiente requiere inevitablemente de formar en valores. El uso y consumo inteligente de los bienes y servicios, así como de la información, exige de una educación que desarrolle el pensamiento crítico y alternativo. Educar para el reconocimiento del otro y el respeto a sus derechos y valores necesita promover el adecuado aprovechamiento del tiempo libre: educar para el servicio a los demás.

Asimismo, el alumno del presente y del futuro debe “ser capaz de resistir los embates de estructuras viciadas que demandan comportamientos corruptos o incluso criminales para sobrevivir a su interior, lo que conduce a la necesidad de desarrollar en los educandos el juicio moral” (Schmelkes, 2002).

Además, la incipiente democracia, fundamentada en los postulados de la filosofía liberalista, pide el fortalecimiento de la participación política que incluye a aquellos que no tienen voz porque fueron silenciados o marginados. El reconocimiento de la “alteridad” social es condición indispensable para lograr la tan anhelada igualdad sociocultural. Y en este sentido, la función de la escuela se presenta con carácter de insustituible.

Téngase en cuenta que la pobreza ha alcanzado magnitudes muy similares a la globalización que ya todo lo permea, pues la concentración de la riqueza en muy pocos crece desmedidamente. No podrán esperarse formas más justas y mayores oportunidades para todos si no se concientiza, desde los primeros años de la formación de la persona, en el reconocimiento del “otro” como un ser con la misma dignidad y derechos iguales a los propios.

En el contexto de la globalización actual reconocemos que las fronteras entre los países se van perdiendo y lo que ocurre en cualquier parte del planeta tiene la capacidad de afectarlo todo. Sin embargo, pueden descubrirse aspectos que favorecen a todos en el plano humanitario y que por esta razón deben ser promovidos convenientemente desde la educación:

•La globalización de una ética universal sustentada en la promoción y defensa de los Derechos Humanos. El reconocimiento del otro –alteridad- como condición originadora de esta universalización se ve reflejada de alguna forma en la defensa de los derechos de los grupos sociales más vulnerables como los derechos de los niños y de las personas con capacidades especiales.
•La globalización del ideal de democracia observado en los principios básicos de participación, libertad comercial y competencia abierta, alternancia en el poder y rendición de cuentas, representan formas más democráticas para la toma de decisiones en cuanto al destino de los pueblos. Se reconoce que ésta es también una tendencia digna de ser impulsada: la democracia como forma de vida cuidando la convivencia cotidiana respetuosa en las pequeñas sociedades como son las instituciones educativas.
•Se globaliza la discusión ética sobre nuevos dilemas biocientíficos y ecológicos. Es indudable la necesidad de potenciar en los alumnos su capacidad de crítica y moral, que les permita adoptar posturas personales auténticamente éticas y que, posteriormente, los haga capaces de participar como agentes de transformación social.
•El narcotráfico también se globaliza, o por lo menos mantiene seria presencia multinacional, “afectando a los países pobres debido a la capacidad de consumo de los países ricos. Pero, por desgracia, las tendencias muestran que también este consumo comienza a globalizarse” (Schmelkes, 2002); sobre todo en la población juvenil, lo que representa un signo inequívoco de la pérdida del sentido de vivir, cada vez más generalizada. Lo anterior trae como consecuencia conductas autodestructivas y delictivas.

La crisis de valores entendida como la pérdida de vigencia de los tradicionales sin que se construyan nuevos que los sustituyan, provoca que de cualquier contenido se constituya un valor, sobre todo para las nuevas generaciones. Resulta, pues, de suma importancia identificar cuáles serán los caminos más adecuados para lograr una educación en valores realmente efectiva.

Es de reconocer el gran significado de “educar en valores”, puesto que la educación siempre ha sido valorativa, y aquellos nunca han dejado de estar presentes en la tarea docente: “mientras la educación es aquella actividad que pretende alcanzar el desarrollo y la mejora del ser humano, los valores marcan la búsqueda inagotable de la excelencia, el propio proceso de valoración y captación de un valor es necesariamente un proceso educativo” (Sánchez, 2006). “Formar en valores tiene una trascendencia que va más allá de la escuela. No se forma para pasar un examen, sino para la vida” (Seibold, 2000).

Por lo tanto, una educación de calidad en valores debe marcar “la vida de los niños, de los adolescentes, de los jóvenes, del hombre y de la mujer, asumiéndolos siempre como personas en el sentido más profundo de su significación espiritual” (Pérez, 2012), puesto que son seres dotados de la misma dignidad y de la facultad de ser libres.

Resulta evidente que, tanto en nuestras aulas como en cualquier lugar, nuestros alumnos expresan vivencialmente los valores o, en su caso, antivalores, en los que han sido formados o que les han sido introyectados. Pero también es indudable que debe ser la escuela el espacio idóneo –más no el único- para que les sean reforzados o, en su caso, les sean inculcados.

Sin embargo, no podemos creer idealísticamente que los valores implícitos en los programas educativos son los que guían el quehacer educativo. Como señala Santos Guerra (en Sánchez, 2006), la institución escolar se presenta contradictoria al insistir, en el discurso formal, que lo más importante en la educación es la formación en valores y en la realidad la importancia se le concede a los aprendizajes instructivos.

La cuestión a resolver es, sin duda, la consecución de mejores formas de educar valoralmente, teniendo en cuenta que se enseña por lo que se hace (currículum oculto) tanto como por lo que se pretende específicamente, sin olvidar que educar en valores es educar para tener un criterio propio y para saber decidir.

“Pero los valores no se aprenden por imposición ni de forma vertical; sino de forma horizontal, relacional” (Gervilla, 2000 en Sánchez, 2006). No puede haber actividad humana interpersonal que no se fundamente en los valores; pero, ¿cuáles son pertinentes para ello?

La presente propuesta afirma que una conveniente educación en valores, con especial énfasis en el respeto y la alteridad, resulta un medio adecuado que nos permitirá vivir la igualdad social valorando la diferencia. El respeto, en la medida que propicia relaciones desde niveles de igualdad, asegura el mutuo enriquecimiento y el progreso humano.

Paradójicamente, es de notar la forma en que la comunicación interpersonal se hace cada vez más estrecha y pobre dentro del amplísimo mundo de la información abrumadora. El hombre actual rehúye al compromiso humano de la comunicación “cara a cara”, o como dijera Lévinas (1993) –el reconocimiento del rostro del otro-, y se deja llevar por la ilusión de la comunicación mediática y virtual. La indiferencia, la falta de aceptación y el rechazo, las faltas de respeto y de consideración hacia el otro son consecuencias lógicas de la deshumanización actual.

Ante este panorama cabe plantearse el modelo humano deseado; un modelo que contenga tanto los valores esperados como las potencialidades pertinentes para lograr personas capaces de ver más allá de los hechos particulares y aislados; que sepan descubrir las ideologías de fondo que contaminan la autenticidad humana y que sean capaces de comprometerse en las causas comunes de transformación social. Pero lo más importante, que sepan ser felices.

Ese modelo de persona va a determinar, por extensión, un modelo educativo y de enseñanza donde tomarán mayor sentido unas pretensiones educativas que otras; esto debido a las características del contexto desde donde se formulen. “Los modelos de persona, de educación y de enseñanza están, en el caso de los centros educativos y de los valores que desarrollan y transmiten, estrechamente vinculados con las finalidades educativas y con las relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad educativa” (Sánchez, 2006).

Y debe tenerse muy en claro que los alumnos del presente y de cualquier nivel educativo poseen la potencialidad de ser impregnados de los contenidos axiológicos a alcanzar. El paradigma antropológico que se les plantee debe ser coherente con sus propias realidades concretas, con sus más fervientes aspiraciones y con sus potencialidades aún por descubrir.

De lo anterior se deduce la necesidad de revisar los modelos de persona que se persiguen, si son reales y coherentes con el contexto en que se vive, o muy alejados de las necesidades e intereses de los educandos y de la sociedad.

Surge entonces otra interrogante: ¿cuál es el modelo antropológico a alcanzar en nuestra sociedad y en nuestro tiempo? Para responder a tal cuestionamiento resulta totalmente necesario considerar, primeramente, el “terreno”, es decir, el contexto sociocultural del que proceden y viven nuestros alumnos.

“Una sociedad civil es deseable si sus miembros promueven y gestionan valores y propician líneas de cooperación entre las personas” (Touriñán, 2006). “La educación debe formar para la convivencia y educar para el conflicto” (Touriñán, 2009). “La educación es, cada vez más, el instrumento eficaz de transformación y adaptación del hombre como ciudadano del mundo” (Touriñán, 2006).

Sin embargo, la desigualdad permea todos los ámbitos de la vida humana. El modelo económico imperante arrasa, literalmente, con los esfuerzos individuales y comunitarios por alcanzar mayor igualdad y mejores oportunidades para todos. No es muy simplista o exagerado pensar que esta desigualdad llega a fomentar las faltas de respeto, y en muchos casos, la prepotencia que tiñen las relaciones interpersonales que se establecen en las comunidades educativas. Pareciera que el espejismo del propio sentimiento de inferioridad pudiera cubrirse con el rechazo y el ataque al semejante.

Además, la filosofía liberalista, sustentante de la ideología globalizante del libre comercio y la libre competencia, contribuye en gran medida a la identificación de la persona como un mero sujeto para el consumo. Se invierten los papeles: el hombre ya no es el sujeto-fin del proceso económico, es el objeto motor para el consumo exagerado que se erige a sí mismo como el fin totalizante de dicho proceso.

De aquí que el modelo antropológico propuesto deberá contener, aunado con las exigencias planteadas desde las necesidades particulares de cada entorno social, un sustento axiológico claro y oportuno. Cabe considerarse que el respeto, éticamente entendido, supone el reconocimiento de la dignidad del otro que convive conmigo; la alteridad no sólo conlleva dicho reconocimiento, sino que además, acepta y promueve sus derechos en un plano de igualdad conmigo y con los demás.

CONCLUSIONES
Es preciso indicar que la educación es un “proceso dialéctico” que involucra particularmente tanto a alumnos como a docentes; sin embargo, tanto las familias de los estudiantes como sus propios entornos sociales, por ser de hecho fuentes de conocimientos, ideas y valores que permean todo el proceso educativo, pueden dejarse al margen de tal proceso. Una sana concepción educativa involucra a todos los actores desde el plano que les corresponde: familia, escuela y sociedad deben asumir firmemente el compromiso conjunto hacia la consecución de lo que es la esencia de la educación, es decir, hacia el desarrollo personal y para la convivencia plena en una sociedad “abierta y pluralista”.

Escudero (2001 en Ortega, 2004) afirma que las “consecuencias inmediatas de una educación “intelectualista”, centrada no en el alumno ni en el desarrollo de toda su persona”, ha impedido “los lazos de comunicación de la escuela con la realidad de su entorno”, produciendo inmadurez en los alumnos y en la incapacidad para formarlos como “personas adultas, capaces de insertarse en la sociedad, criticarla y transformarla”.

Educar sin una visión antropológica concreta equivale a un simple adiestramiento; es un “sinsentido” filosófico. Es caminar sin dirección. No se trata de ignorar o menospreciar los logros pedagógicos, sino de subrayar la necesidad de enunciar la educación desde el para qué de la misma. No puede admitirse, por tanto, que la educación se convierta en un mero encuentro profesor-alumno; que la didáctica sea un ejercicio de transmisión de conocimientos. Debe ser “un encuentro del que se sabe responsable del otro, obligado a darle una respuesta en su situación de radical alteridad” (Ortega, 2004).

Es en este contexto donde el profesor se sitúa como mediador moral que facilita la construcción ética de los educandos; por lo tanto, debe reconocer su responsabilidad por la autoridad moral que ejerce sobre ellos. “Acoger al otro en la enseñanza es acoger lo que me trasciende y lo que me supera; lo que supera la capacidad de mi yo y me obliga a salir de él, (de mi yo), de un mundo centrado en mí mismo, para recibirlo” (Lévinas, 1993 en Ortega, 2004). Se trata, pues, de ver el mundo desde la experiencia del otro.

Debe reconocerse, además, que es también responsabilidad del docente buscar todos los elementos que se consideren pertinentes para la formación integral de los alumnos. En este sentido, se deduce claramente que esos recursos necesarios son los valores éticos. La propuesta del autor de este trabajo estriba, entonces, en los valores del respeto y la alteridad.

BIBLIOGRAFÍA
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Pérez, Y. (2012). Diseño de un modelo de acción para el desarrollo axiológico como una alternativa en la transformación del docente del centro de educación inicial Juan Santiago Guasco de Valle de la Pascua Estado Guárico. Universidad Latinoamericana y del Caribe. Recuperado dehttp://biblo.una.edu.ve/docu.7/bases/marc/texto/t37942.pdf
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Tecnológico de Monterrey, Nuevo León, México, el 30 de agosto de 2002.

Seibold, J. (2000). La calidad integral en educación. Reflexiones sobre un nuevo concepto de calidad educativa que integre valores y equidad educativa. Revista Iberoamericana de Educación, 23, 215-231.

Touriñán López, J. M. (2006). Educación en valores y experiencia axiológica: el sentido patrimonial de la educación. Revista española de pedagogía, 64 (234), 227-248.

Touriñán López, J. M. (2009). El desarrollo cívico como objetivo. Una propuesta pedagógica. Teoría educativa, 21, (1), 129-159.

Zorrilla, M. (1998). Los valores del sistema educativo mexicano en los programas de estudio. Sinéctica, 13.

La urgencia del reconocimiento y respeto del otro como claves de la actual educación en valores. Año 3. Número 7

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