Educación, Derechos Humanos y Reforma Educativa en México. Edición Especial No. 6

Autor: Humberto Trejo Catalán.

RESUMEN

La educación es un derecho indispensable para generar oportunidades de desarrollo para las personas y las comunidades, en la medida que desarrolla potencialidades y habilita para el ejercicio de otros derechos: humanos, sociales, económicos y culturales. Esto ocurre en un proceso de avances y tensiones entre el derecho a la igualdad y el derecho a la diferencia como ejes de la política social y, dentro de ésta, de las políticas educativas. El sistema educativo mexicano sirve de base para esta reflexión que cubre un horizonte amplio, desde la filosofía política hasta la política pública.

PALABRAS CLAVE: Derechos Humanos, Reforma Educativa, social, sistema, educativo, escuela, incluyente.

 

INTRODUCCIÓN

Participar de la educación pública es un derecho fundamental para el desarrollo de cada persona y cada comunidad; en tanto que el acceso a la educación resulta ser una clave para disfrutar de otros derechos igualmente esenciales, como los Derechos Humanos, los derechos políticos, económicos y sociales, que son una ampliación necesaria de los primeros. Este proceso de ampliar los derechos puede desarrollarse a cabalidad y cobra pleno sentido, si y sólo si, el tránsito por la educación pública contribuye efectivamente a igualar las oportunidades de cada persona y cada comunidad para alcanzar un pleno desarrollo de sus capacidades y oportunidades. Aunque este propósito puede ser compartido por todas las políticas y todos los sistemas educativos, resulta evidente que no siempre avanzan en esa dirección.

 

Educación y sistema educativo

La educación es importante, pero no cualquier educación. El aporte de la educación pública puede contribuir igualmente a perpetuar, o bien a transformar y superar, tradiciones culturales y estructuras económicas y sociales. Los propósitos de la educación, su diseño y gestión, tienen un valor político diferente y específico en cada situación concreta. Esto significa que los sistemas educativos (nacionales o locales) implican y reproducen relaciones de poder alineadas con las ideas de los grupos dominantes sobre temas fundamentales como la organización social, su deber ser y el valor de la persona humana.

Así, los cambios operados en el sistema político, la educación y el sistema educativo de México en el último cuarto de siglo contribuyen a explicar esta idea. La mayor parte del siglo XX, entre 1930 y 1970, el Sistema Político Mexicano (SPM) se organizó en un modelo donde convergían tres elementos, cada uno de ellos unitario, excluyente y dominante: 1. La nación, que equivalía a la materialización de los principios y propósitos del nacionalismo revolucionario en la organización social y la cultura; 2. Un mercado nacional protegido en favor de los grupos económicos locales y 3. Un partido político hegemónico (Sartori, 1976), encargado de imponer –mediante elecciones o a pesar de éstas- el interés de los grupos políticos y económicos dominantes.

En consecuencia, durante este periodo se privilegiaron los elementos unificadores de la educación, lo que supuestamente teníamos en común como mexicanos, una misma “raza”, la mestiza; una misma lengua, el castellano; un mismo panteón de héroes y villanos absolutos, sin matices; y un mismo calendario cívico-religioso, basado en los mitos del nacionalismo revolucionario y la tradición católica.

A pesar de la estructura federal del Estado, para cumplir con este propósito unificador el sistema educativo centralizó en la Secretaría de Educación Pública (SEP), en tanto Autoridad Educativa Federal (AEF), los procesos fundamentales de la educación, tales como: 1. El diseño de los contenidos, métodos y materiales educativos; 2. La formación inicial y continua de los profesores y, en general, 3. El diseño y la gestión de la política, los programas y procesos de la educación básica. En todo caso, fue de manera paulatina como se desconcentraron hacia las autoridades educativas estatales (AEE) ciertos procesos administrativos a partir de la segunda mitad de la década de 1970, hasta lograr la descentralización administrativa formal decretada en 1992 por el presidente de la República.

El desafío fue particularmente complejo. La cruzada educativa que emprendió Vasconcelos en el primer lustro de 1920 se enfrentaba a una población diezmada por la guerra civil -aún no sofocada del todo- con un año en promedio de escolaridad (Moctezuma, 1994); los niveles de analfabetismo lindaban 66% (Lazarín, 1995) y con un crecimiento demográfico explosivo: la población se duplicó en términos generales entre 1930 (16.6 millones de habitantes [mdh]) y 1950 (34.9 mdh) y se volvió a duplicar en los siguientes 20 años hasta llegar a 66.8 mdh en 1980 (Mendoza y Tapia, 2010).

Esta dinámica obligó al Sistema Educativo Mexicano (SEM) a desarrollarse en un contexto particularmente desfavorable, donde se conjugaron altas carencias y necesidades crecientes. Para completar el panorama debe señalarse que se trató de un periodo de crecimiento económico acelerado (entre 1940 y 1980) marcado por el tránsito de una economía orientada a la minería, la agro-exportación y el autoconsumo, a otra, basada en la industrialización y la expansión del mercado interno.

Todo lo anterior suponía la necesidad de formar, desde la escuela pública, ciudadanos con habilidades básicas de lectoescritura y matemáticas, competencias tecnológicas diversas, con respeto a la autoridad y disposición a la obediencia, para ejercer apenas la ciudadanía pasiva o de baja intensidad que prefiguraba el SPM.

 

DESARROLLO

Educación, derechos sociales y Derechos Humanos

Esto se reflejó en una propuesta educativa mínima, suficiente y homogeneizadora, donde el libro de texto y la disciplina escolar marcaban el ritmo de lo que debería ocurrir en el aula y la escuela. Este modelo privilegiaba los derechos sociales referidos en la Constitución surgida del movimiento revolucionario en 1917 sobre los Derechos Humanos, lo que equivale a ponderar el poder del Estado por encima de los derechos de las personas. El fondo de esta discusión es la preeminencia entre el derecho positivo, como construcción social sobre los Derechos Humanos, como condición natural e innata de las personas (Ollero, 2007).

Todo este andamiaje autodefinido como “el proyecto de la Revolución Mexicana” y su modelo estatal corporativo entraron en un proceso acelerado de erosión a partir de 1980, cuando colapsaron sus fundamentos económicos y se desarticularon los arreglos políticos y sociales que le daban fundamento.

A lo largo de tres lustros (entre 1981 y 1996, desde que estalló la crisis y hasta que se recuperó la estabilidad) ocurrieron cambios profundos que modificaron radicalmente el contexto internacional y las condiciones internas del país en todos los aspectos. La respuesta al nuevo entorno se dio desde el Estado con un paquete de reformas conocidas como “el ajuste neoliberal”, que fundamentalmente propiciaron la competencia económica, la competencia política, la focalización de la política social y el individualismo como norma de relación predominante.

Educación y cambio democrático

Frente a un giro tan radical en prácticamente todos los órdenes (no se trató sólo de un cambio de políticas, sino de paradigmas sociales y, aún más, de paradigmas filosóficos) la educación registró cambios menores y, principalmente en aspectos administrativos y de gestión, por ejemplo: se descentralizó a los estados federados la nómina educativa; se incrementó el periodo de la escolaridad obligatoria sumando tres años de educación secundaria y tres años de educación preescolar; se elevó el nivel para la formación de los docentes, de un inicial equivalente a técnico superior, con la llamada Normal básica, al de licenciatura; se formalizó un acuerdo amplio y duradero entre las autoridades educativas de la federación y los estados, con el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), que desarrolló un modelo para la mejora y la profesionalización de los docentes, así como una suerte de cogobierno a través de la proyección de cuadros sindicales o apoyados por el SNTE a cargos directivos, tanto en la línea de gestión de las escuelas como en la media y alta dirección de la política y los programas educativos.

Se trataba, sin duda, de transformaciones importantes, con alto impacto en el financiamiento y la gobernabilidad de la educación, pero prácticamente ajenos a los desafíos que enfrentaban los contenidos y los métodos educativos para desarrollar elementos pertinentes, comprensibles y útiles para explicar los nuevos contextos y convertirlos en oportunidades para los estudiantes que enfrentaban, desde las aulas, esta transición.

El tema de la inclusión de las tecnologías digitales es un buen ejemplo de lo que ocurrió durante la primera etapa de esta transición que se desarrolló entre 1992 y 2013; mientras que el uso de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC’s) se popularizaba rápida y ampliamente en la sociedad y, particularmente entre los niños y jóvenes, la dificultad de procesar decisiones y financiar programas por parte de las autoridades educativas restaba oportunidad, alcance y pertinencia a los esfuerzos de la autoridad por hacer de la escuela pública un espacio para la educación digital de sus estudiantes, en todo caso, esta se desarrollaba al margen de la escuela, con medios y objetivos lúdicos o sociales, principalmente. A todo ello contribuyó la escasa o nula formación de los docentes como usuarios de las TIC’s y más aún, como promotores de su uso educativo.

Este proceso podría sintetizarse en que: la realidad cambió; las necesidades u oportunidades de los estudiantes no fueron atendidas por la escuela pública; los docentes no fueron apoyados en su preparación y para comprender el cambio tuvieron que enfrentar sus saberes previos con un mundo que los ponía en entredicho (por ejemplo, el valor de la autoridad frente a la flexibilidad de internet) y que conocieron las innovaciones (TIC’s como recurso educativo) al mismo tiempo que sus alumnos, en solitario y sin una preparación previa. Todo ello con el agravante de que el acceso a las TIC’s y particularmente a internet se considera hoy un derecho humano y es, para muchos, una de las herramientas más poderosas para ejercer, mantener y ampliar la libertad de las personas en todo el planeta.

Si esto ocurre con la irrupción en la escuela de un elemento aparentemente neutral como las TIC’s, el tránsito del modelo educativo posrevolucionario hacia otro basado en libertades ha sido difícil y permanece inconcluso. Consideremos por ejemplo las dificultades que enfrentan algunos docentes y directivos escolares para comprender y eventualmente implantar valores y prácticas democráticas en el aula y en la escuela, o bien para asumir como fortaleza la diversidad –social, cultural, étnica, lingüística, religiosa y de todo tipo de conductas y preferencias-; el cambio social es de tal magnitud que resultaba ineludible diseñar e implementar un nuevo modelo educativo.

Esta tarea se procesó básicamente entre el 2002 y el 2011, tomando como punto de partida la firma –nuevamente por consenso entre la autoridad federal, el SNTE y los estados- del Compromiso Social por la Calidad de la Educación, ya bajo un gobierno no priista –por primera vez, luego de 70 años de actuar como partido hegemónico primero, y dominante, después-; y como término, la promulgación de un nuevo currículo de la educación básica, amplio, articulado e integral (SEP, 2011).

Durante este periodo se instalaron en el modelo educativo principios que resultaban innovadores como: la educación por competencias; la educación individualizada y los estilos de aprendizaje; el aprendizaje significativo, situado, contextualizado, por proyectos y basado en problemas; la educación digital, para los medios y en valores democráticos; el logro educativo; y el desempeño docente y la profesionalización docente, entre muchos otros.

El tránsito del modelo educativo se desarrolló en varias dimensiones: se enfocó más a la calidad que a la cobertura (en buena medida porque estaba prácticamente resuelta en la educación básica); ponderó y ha buscado instalar en la escuela y el aula nuevos marcos normativos basados en la tolerancia, el diálogo, la libertad con responsabilidad y la pluralidad, por encima de la obediencia, la disciplina y la uniformidad (aunque esto se observa más en el discurso que en los hechos); incorporó el uso de las TIC’s y las tecnologías para el aprendizaje (TAC’s) en la escuela pública; y promovió la profesionalización continua de los docentes y el pago de incentivos de desempeño.

Otra manera de entender este proceso es asumirlo como una redefinición de la educación, para entenderla ya no como derecho social, sino como un derecho humano.

Entender la educación como derecho social implica que el Estado manda, con el propósito de velar por el bienestar general de la sociedad: establece los marcos, los límites y los alcances del servicio educativo. Por ejemplo, dado que los recursos públicos son por definición escasos, el Estado puede determinar reducir la calidad de los servicios (bajar el número de maestros por alumno, por materias o por grado escolar) con tal de mantener o, incluso, ampliar el servicio bajo estándares mínimos de calidad.

Escuela Incluyente

En cambio, entender la educación como un derecho humano implica aceptar que “toda persona tiene derecho a la educación”, no es una dádiva del Estado, de manera que resulta inaceptable excluir de la instrucción elemental (en el caso de México, la educación básica que comprende preescolar, primaria y secundaria) a cualquier persona, independientemente de sus necesidades educativas, especiales o no, con discapacidad o sin discapacidad. Este principio elemental entra en colisión con la tradición de obediencia y disciplina que prevalece en la escuela pública mexicana, más allá de lo que establece la normatividad.

Así, cualquier estudiante de primaria o secundaria puede ser hostigado, castigado y eventualmente expulsado de la escuela por incurrir en conductas como no portar el uniforme o no portarlo “debidamente” (lo que sea que esto signifique), traer el pelo largo, las uñas pintadas, la falda corta, perforaciones o tatuajes, “traer adornos”, llevar “pelotas” o determinados juguetes a la escuela; y ya no digamos conductas más graves como desobedecer o desafiar a los maestros, directivos o figuras de apoyo, pelear con sus compañeros, portar sustancias u objetos prohibidos entre sus materiales de estudio; finalmente, otra causa de exclusión, en realidad la más frecuente, son las dificultades de aprendizaje de los alumnos… paradójicamente la escuela termina por excluir por la vía de la reprobación o la falta de motivación a los estudiantes que muestran mayor necesidad de apoyo educativo.

Ejemplo de lo anterior fue la aplicación de la prueba ENLACE (Evaluación Nacional de Centros Escolares) entre 2007 y 2012, y a la que se asoció la determinación de estímulos económicos para los docentes y directivos, que por esta razón y por el manejo público y tendencioso de los resultados, terminó convirtiéndose en una confabulación contra los alumnos con mayores dificultades de aprendizaje, al grado de que algunos docentes les solicitaban faltar el día de la aplicación de la prueba si no lograban excluirlos antes, sólo por el interés de lograr incentivos o, al menos, no ser exhibido públicamente como un docente de bajo desempeño.

Políticas como la descrita –no el desarrollo y la aplicación de pruebas estandarizadas, sino el uso de éstas como elemento de discriminación educativa y social- hacen difícil implantar el paradigma de los Derechos Humanos y la calidad educativa en la educación; peor aún, suelen convertirse en argumentos de rechazo para la reforma.

Sin embargo, los argumentos éticos, políticos, sociales y económicos a favor de una educación en y para las libertades basadas en el paradigma de los Derechos Humanos, son muy poderosos. Parten de la convicción de que todos los seres humanos somos iguales y a la vez diferentes, que tiene su origen en la tradición greco-latina donde se funda nuestro horizonte civilizatorio.

Esta convicción es una posición ética que se traduce, en el plano de la educación pública, en la obligación moral de poner a cada persona y su circunstancia en el centro de la propuesta educativa. Implica privilegiar a la persona como centro y razón del proceso educativo, reconociendo la diferencia como valor, como riqueza y como reto que enriquece y desafía el proceso educativo.

De modo que nadie puede ser privado de la educación porque es un derecho inherente a la condición humana, a su dignidad, y es imprescriptible e irrenunciable. En otras palabras, bajo esta perspectiva todos tienen cabida en la escuela pública y, para hacer efectiva esta inclusión, la escuela pública debe ampliar sus alcances.

Para cumplir esta tarea, la escuela pública y el SEM deben innovar sus modelos de gestión para asumir nuevas responsabilidades. Comprender que tratar igual a los desiguales perpetúa e incrementa la desigualdad. Cuestionar críticamente el valor de “la justicia ciega” y “la ley igual para todos”, para transitar hacia otros modelos de justicia, más atentos a las diferencias, con capacidad de reconocer y compensar las desventajas, y de aceptar la diferencia como posibilidad, es decir, educar desde y para el paradigma de respeto a los Derechos Humanos, implica la necesidad de generar políticas de equidad, tolerancia y respeto desde la cúspide del sistema educativo, hasta cada una de las aulas.

Finalmente, implica generar también leyes que favorezcan la inclusión, acciones afirmativas que contribuyan a mantener en las escuelas regulares y bajo los beneficios de una educación de calidad, a quienes más lo necesitan: los niños con dificultades económicas o en alguna condición especial –indígenas, discapacitados, migrantes, maltratados, con dificultades de aprendizaje, etc., pero también hacia leyes particulares en la protección activa a las minorías. Ellos deben gozar de marcos de protección pertinentes a su circunstancia, específicos, que hagan diferencias a su favor. Sólo de esta manera podremos transitar de verdad, y más allá del discurso, hacia una educación centrada en el respeto a los Derechos Humanos.

 

CONCLUSIONES

El derecho a la educación como un derecho de todos va más allá del mero acceso a la educación, dado que contribuye al pleno desarrollo de la personalidad humana y fortalece el respeto por los Derechos Humanos. La educación debe ser incluyente, pero también pertinente y de calidad, para que ofrezca efectivamente oportunidades para el desarrollo pleno de las personas y su comunidad. Para lograr ese propósito, la educación está en proceso continuo de reforma que, en el caso de México, ha ubicado a los derechos individuales por encima de los derechos sociales, además de que ve a los primeros como asuntos concretos que tienen que ver con la vida y el desarrollo de las personas, en tanto que considera a los segundos como parte de una retórica política eventualmente superada. La reconfiguración del derecho a la educación desde el paradigma de los Derechos Humanos ubica en el centro de las decisiones al alumno, como el interés superior, y a la escuela como el instrumento.

El periodo de ajustes al modelo educativo a través de políticas por consenso concluyó con la publicación y puesta en marcha de un nuevo modelo educativo como lo es el acuerdo 592 para la articulación de la educación básica; sin embargo, ahora resulta necesario evaluar en los hechos las ventajas y limitaciones de esta propuesta para hacerla cada vez más pertinente. Afirmando que lo que manda en la escuela es el interés del educando.

“Para que los alumnos reciban una educación que cumpla con los fines y satisfaga los principios establecidos por la norma constitucional, resulta imprescindible la calidad educativa.

Ésta existe en la medida en que: Los educandos adquieren conocimientos, asumen actitudes y desarrollan habilidades y destrezas con respecto a los fines y principios establecidos en la Ley Fundamental; las niñas y niños tengan una alimentación suficiente, conforme a los estándares internacionales de nutrición sana y garantía de acceso a la salud; igualmente se cuente con los nuevos instrumentos del desarrollo científico y tecnológico para su formación” (Gobierno de la República, 2016).

Por lo tanto, el imperativo de la calidad debe alcanzar a todos los niños y jóvenes en el marco de una educación inclusiva.

 

BIBLIOGRAFÍA

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