El fenómeno del bullying: Una perspectiva general. Segunda parte. Año 2. Número 3

Autor: Ahmad Ramsés Barragán Estrada.

RESUMEN

En esta segunda parte del artículo, la primera se presentó en nuestra edición anterior, se explora el papel de la víctima y los observadores como integrantes del proceso del bullying, y finalmente se exponen una serie de estrategias que se consideran necesarias para combatir el fenómeno que, de forma creciente y constante, afecta las dinámicas escolares en todos los niveles educativos.

PALABRAS CLAVE: Bullying, características de personalidad, víctima, observadores, estrategias, soluciones.

INTRODUCCIÓN

Debido a que el bullying es un tema de importancia creciente en México y en el mundo, durante la primera parte de este artículo se realizó una revisión sobre los trabajos que han tratado el tema durante los últimos años y así evidenciar un factor más de la importancia de abordarlo.

Durante esta segunda parte se abordarán las condiciones de dos de los participantes en el proceso del bullying, la víctima y los observadores (en la primera parte se trató el tema del agresor). Y finalmente se plantearán una serie de estrategias que de llevarse a cabo podrán disminuir las condiciones de este proceso que cada vez arroja víctimas más cuantiosas y en condiciones más delicadas.

DESARROLLO

La víctima

No cabe duda que el agresor o bully poco tendría que hacer sin la presencia de su víctima. En otras palabras, y como se había mencionado con anterioridad: no podría alguien llamarse tirano u opresor sin la presencia del humillado.

Entenderemos a la víctima como la persona o sujeto que sufre las agresiones (de cualquier tipo) por parte de otro y que generalmente padece la violencia escolar no en un acontecimiento aislado, sino en una serie de éstos y que persisten a lo largo del tiempo, en ocasiones por años.

Pero, ¿qué predispone a un niño o adolescente a ser la víctima? ¿Existen rasgos de personalidad que lo caracterizan? Y de ser así, ¿cómo se conjugan con las características del agresor para entonces enmarcar la relación entre víctima y victimario? Trataremos de responder a estos cuestionamientos.

Según las investigaciones revisadas, se han encontrado algunos rasgos (o variables) de personalidad asociadas a la víctima. Así, mientras el agresor muestra una alta tendencia al psicoticismo, las víctimas muestran una alta tendencia a la baja autoestima y a la introversión (Slee y Rigby, 1993; Mynard y Joseph, 1997).

Fuensanta Cerezo (2001) también afirma la existencia de ciertos rasgos de personalidad que predisponen la aparición de la víctima (al parecer, el bully es capaz de identificar estos rasgos fácilmente). Para ello, buscó enlistar algunas de sus características por medio del cuestionario de personalidad para niños EPQ-J de Eysenck en una muestra de 315 alumnos de entre los 10 y 15 años, y en la que se halló la presencia de 36 bullies y 17 víctimas. De acuerdo a sus resultados, las víctimas presentan rasgos específicos significativamente distintos al del bully, incluyendo su apariencia física, que se representa por medio de una complexión débil y en ocasiones, de algún tipo de discapacidad (un aspecto que lo distingue de otros como una cicatriz, la forma de caminar o incluso el usar anteojos). Además, la apariencia física viene acompañada de relaciones interpersonales con altos grados de timidez que pueden llevarlo hasta el retraimiento y el aislamiento. Les gusta disimular (aparentar cosas que no son y que por ende los evalúa como poco sinceros) y presentan altos niveles dentro de las puntuaciones en Neuroticismo y ansiedad.

Hay otros autores que van más lejos con sus afirmaciones y/o estudios al asegurar que estos niños o adolescentes tienen mayor probabilidad de experimentar problemas como depresión, baja autoestima y ansiedad (Austin y Joseph, 1996; Craig, 1998; Stanley y Arora, 1998); e incluso de intentos o ideas suicidas (Kaltiala-Heino, Rimpela, Marttunen, Rimpela y Rantanen, 1999; Roland, 2002).

Olweus (1994), uno de los pioneros dentro de la investigación del bullying, habla de víctimas asociadas con un autoconcepto pobre que presentan un bajo rendimiento escolar y hasta posibles deserciones del hogar.

Por su parte, Nansel y colaboradores. (2001) suponen a la víctima como alguien a quien le cuesta trabajo entablar amistades y que tiende a la soledad. Asimismo, estos niños o adolescentes presentan niveles más elevados en el consumo de sustancias (Mazur y Malkowska, 2003; Molcho et al., 2004). Pese a ello, Nansel et al. (2001; 2004) se empeñan en afirmar que tanto el consumo de sustancias como la portación de armas se presenta igualmente en los agresores.

La constitución física o la situación económica también parecen predisponer la aparición del papel de la víctima. Así lo confirma el Instituto Municipal de Evaluación de Tecnología e Investigaciones Médicas (AATRM) al asegurar que después de haber analizado los resultados de su estudio a más de 16,000 niños de distintos países europeos como Alemania, Austria, España, Holanda, Polonia y Suiza; factores como la obesidad, la falta de apoyo social, la situación económica inestable o insegura, y padecer problemas de salud mental, aumenta el riesgo de convertirse en víctima (AATRM, 2009).

Menéndez Benavente (2004) expone que la víctima es una persona sumisa, en apariencia débil y con una personalidad insegura. Además, lo presenta como alguien con baja autoestima, inmaduro para su edad, introvertido y con dificultades para relacionarse y desarrollar habilidades sociales. Generalmente se encuentra solo, casi no tiene amigos y puede presentar altos niveles de ansiedad. Como rasgos físicos hallamos que con mayor frecuencia es varón, es menos fuerte y pertenece a alguna “minoría”: distinto color de pelo, raza, etcétera. Por supuesto, el agresor o bully se valdrá de estos rasgos y los explotará.

En el plano familiar, son niños con sobreprotección y dependientes o demasiado apegados al hogar. En el plano social, se les dificultan las amistades, y cuando las hacen, se aferran en demasía a ellas creando lazos de dependencia. Son vulnerables y ceden fácilmente a las presiones sociales (aunque por dentro pudieran no estar de acuerdo con dicha idea).

En este sentido, y de acuerdo con la propuesta de esta autora, las posibles consecuencias de situarse en el papel de víctima son las siguientes: cuadros de depresión, autoimagen negativa, fracasos o problemas en el rendimiento académico, fobia escolar, ansiedad, expectativas por lo bajo en cuanto a logros, desesperanza o intentos de suicidio.

Finalmente, y en otro orden de ideas, el papel de la víctima parece acrecentarse en la medida en que el entorno social lo refuerza. La víctima recibe las agresiones por parte de otro y los compañeros, así, refuerzan la conducta del agresor. Desafortunadamente, lo anterior conlleva a que al percibir la amenaza constante, la víctima pueda propiciar estados severos de ansiedad. Además, es muy común que no comente nada respecto a la situación en la que vive. El niño o adolescente se siente indefenso, genera vergüenza y miedo, y por tal, no llega a divulgar los hechos a los que se ve expuesto (Cerezo, 2006). Volveremos a ello cuando hablemos de las estrategias para hacer frente al bullying.

El papel del espectador

Lamentablemente, aún es escasa la información con la que se cuenta respecto al rol que tiene el testigo o espectador. Sin embargo, se ha reconocido que los espectadores ayudan a empeorar o a mejorar el problema según su participación. Un alumno que observa las conductas del bully y no denuncia, se hace co-partícipe de la agresión; mientras que un alumno que no fomenta o no es consecuente con el problema, ayuda a disminuir su aparición en un mayor grado del que se piensa (Menéndez Benavente, 2004).

De acuerdo con Menéndez, el espectador no interviene y termina poniéndose del lado del agresor porque eso lo hace sentir fuerte. Tomar partido del lado de la víctima provocaría la reacción opuesta. Aunado a esto, el espectador resulta divertirse observando las agresiones y aunque no le gustara, piensa que decir algo no ayudará en lo absoluto.

Cabe resaltar que esta figura tampoco colabora con la denuncia por temor a que el agresor pueda irse en lo sucesivo contra él. Además, para el espectador es una forma de sacar sus propias frustraciones, pues aunque no sea él quien lastime a la otra persona, así lo siente.

Finalmente, se observa que hay ciertas posibles consecuencias negativas para los espectadores, por lo que los padres deberían estar atentos: una es que aprendan a lograr sus objetivos de la misma forma que lo observan en el bully. Pensarán: si a él le funciona, yo podría actuar igual.

Una segunda consecuencia es la de no saber cómo comportarse ante situaciones que sean claramente injustas. Seguirá quedándose callado sin importar la situación con la que se tope (ver que están asaltando a alguien, por ejemplo).

La tercera consecuencia es que se genere en el espectador una desensibilización ante el maltrato que sufren otros. De esta forma, la continua exposición desencadenará indiferencia o aceptación de modelos inadecuados de actuación.

Actitudes favorecedoras del bullying
Emilio Tresgallo (2007) expone una serie de modelos o ejemplos que dan pie a la aparición del bullying en las escuelas. En otras palabras: cómo es que este fenómeno se aprende y se origina. Aquí mencionamos sólo algunas de las más importantes y hacemos hincapié en que en muchas de las situaciones se conjugan diversos elementos:

La familia, como ejemplo más próximo al niño o adolescente, es poco congruente en sus conductas. Enseña de una forma pero demuestra otra. La falta de coherencia no permite que los hijos se vuelvan diestros en la solución de problemas.

La falta de tiempo para dialogar entre todos los miembros de la familia también puede ser un desencadenante para el bullying. Sabemos que vivimos apresurados y bajo la presión de cumplir con toda una suerte de responsabilidades, pero también es cierto que el desconocimiento de los problemas de nuestros hijos nos impide saber cómo son sus relaciones con los demás compañeros y lo que se pueda estar gestando dentro del ambiente escolar.

Tresgallo también explica que “los malos ejemplos propuestos desde la sociedad como forma de vida y modelo digno de vivir”, repercuten en las relaciones que mantienen los niños con sus iguales. Así, en ocasiones, toman modelos dominantes que basan su control en la sumisión y que muestran que es la agresividad la que triunfa en la vida. “También somos lo que vemos y percibimos”, sugiere Tresgallo a este respecto.

Un desarrollo inadecuado de la autoestima también es importante para que el pequeño o adolescente no genere el sentido de la empatía. “La autoestima, es el valor que nos damos a nosotros mismos […] La confianza básica, la fundamental seguridad interior, se alcanza en un primer momento mediante una relación gratificante con la madre y con la estabilidad ulterior, proporcionada por ambos progenitores” (Urra, 2006).

Por otro lado, está la creencia errónea de que en la actual sociedad no existen las reglas y cada quien puede imponer las suyas. En este sentido, la responsabilidad recae sobre los padres con tal de procurar que esto no ocurra.

Los llamados “estresores” es la última actitud favorecedora de la que haremos mención, pues al parecer, existe una relación entre los niveles de violencia observados en el niño y la cantidad de estrés a la que se ve sometido (Díaz-Aguado, 2006). Un niño que no cuenta con las habilidades necesarias para descargar la tensión acumulada, es más susceptible de volverse un agresor potencial.

Estrategias para hacer cara al problema

Ante el vertiginoso ascenso del fenómeno conocido como bullying y ante la imperiosa necesidad de establecer planes de acción que contrarresten su presencia, la enumeración de algunas sencillas pero eficaces estrategias, permitirá atacar al problema de fondo y sumarse a los resultados con los que otros ya están trabajando.

Primeramente, es necesario reconocer la existencia de dicho acoso escolar en nuestros hijos (ya sea como víctimas, bullies o espectadores) y no negarlo o hacerlo menos. Hacer caso omiso o delegar las responsabilidades (en este caso familiares) a otro sector o grupo (las autoridades escolares, por ejemplo), no resuelve el problema ni lo hace menos evidente. Por el contrario, el trabajo conjunto de las instituciones (familiares, escolares y otras) es lo que proporcionará resultados más certeros y perdurables a través del tiempo.

Así entonces, debemos estar atentos a los siguientes indicadores que nos hablan de la posibilidad de existencia del bullying:

• Comportamientos distintos o inusuales en el niño o adolescente. Los cambios de humor pueden deberse a un sinnúmero de razones, pero entre éstas está la del bullying.
• Sueños intranquilos o alteraciones en el ciclo sueño-vigilia de nuestros hijos. Aquí también se mencionan los cambios en el apetito.
• Presencia de dolores somáticos, de estómago o de cabeza.
• Se le dificulta o no quiere salir a la calle y se relaciona poco con los compañeros de clase.
• Resistencias para asistir al colegio.
• Suele llegar con hematomas, golpes o rasguños. Sin embargo, niega su origen y los adjudica a caídas o accidentes personales.
• Evita las visitas a excursiones por parte de la escuela u otros eventos extra escolares.
• Pierde con frecuencia pertenencias escolares o llega con uniformes raídos, maltratados o rotos.
• Se observa en él tristeza, sentimientos de irritabilidad o llanto (Menéndez Benavente, 2004).

Para los profesores o directores escolares, los indicadores están en observar atentamente cómo es la relación de los niños o adolescentes tanto en aulas como en patios de recreo. Además, en observar a alumnos que a los ojos de otros pudieran parecer diferentes (respecto a los rasgos distintivos que mencionamos con anterioridad); así como en aquellos que prefirieran no participar en actividades grupales.

También se resalta el hecho de estar atentos a las “pintadas” en puertas de baños y paredes, ya que habitualmente las víctimas suelen estar ahí representadas.

Asimismo, observar cuando se presentan períodos de tristeza o de cambios inusuales en el humor. Aislamiento, poca comunicación, lágrimas, quejas reiteradas de ser insultado o agredido, dolencias somáticas, los accesos de rabia, las pérdidas de concentración o las fluctuaciones en el rendimiento académico, son otras de las pautas que nos harán sospechar de la presencia de bullying en la escuela o colegio.

Una vez reconocido el problema, Margaret Hodgins (2008) y de acuerdo con Framework for Action for Health Promotion, sugieren la intervención conjunta de cinco grandes áreas: mantenimiento o creación de una política pública de salud, la creación de condiciones óptimas para la promoción de la salud en el niño, las estrategias comunitarias que fomenten la participación de los niños, el desarrollo de habilidades sociales y la reorientación de los servicios de salud (por supuesto, hablamos no sólo de la salud física, sino también mental o psicológica).

Pero, ¿qué podemos hacer los padres o tutores desde la casa? ¿Cómo hacemos que un hijo deje de ser víctima o agresor? O mejor aún: ¿qué hacemos para dotar a nuestro hijo de herramientas que le permitan lidiar con el problema?

Eslea (2001) llevó a cabo una investigación para saber cuál era la estrategia más efectiva para detener el bullying desde la perspectiva de las víctimas. De acuerdo con los resultados obtenidos y a lo dicho por ella misma, la estrategia que más les funciona es la de hacer caso omiso a las provocaciones del bully (sobre todo en las conductas de poner apodos o las de amenazas), e incluso para detener rumores o chismes. Para la agresión física, la estrategia con los mejores resultados fue la de “contarle a alguien”; aunque también resulta efectiva para las amenazas, los rumores y los apodos.

Cerezo (2006) concibe programas de intervención en distintas áreas del niño y para distintos entornos (familiar, escolar). Su gran aportación resulta sumamente útil para la implementación de algunas estrategias:

En la escuela o centro educativo, es importante delimitar las responsabilidades de los docentes: estar más atentos y tener mayor vigilancia respecto a los niños en los patios y en las aulas. Asimismo, trabajar con el desarrollo del autoconcepto y de las habilidades sociales en todos y cada uno de los alumnos.

De manera más puntual, se sugiere la implementación de reuniones periódicas entre profesores que permitan analizar las situaciones detectadas entre sus alumnos, y con base en ello, elaborar estrategias de intervención.

De la misma forma, se recomiendan las actividades de mesas redondas donde puedan participar los propios alumnos, los padres, los profesores y los expertos, para desarrollar ideas y propuestas de intervención.

Hablar de la importancia de la comunicación entre hijos y familia, es otra de las estrategias propuestas por esta autora. También lo es que el docente se vuelva facilitador y vaya más allá de la interacción profesor-alumno con el fin de mejorar las relaciones personales y fomentar igualmente, la comunicación.

Dentro de los aspectos que la familia puede trabajar para con la víctima, están los de entrenamiento en habilidades para la solución de problemas (presentación de casos hipotéticos o imaginarios para que el niño o adolescente los analice, cuestione y ofrezca alternativas de solución con sus posibles consecuencias o limitaciones); el mejoramiento del autoconcepto (lo que pienso de mí y cómo podría trabajar con mis debilidades o carencias); el desarrollo de estilos atribucionales positivos (qué me sirve y qué no del entorno que me rodea); la expresión de los sentimientos, y las estrategias de estudio y concentración.

Para con los bullies o agresores, la familia puede trabajar estrategias en los siguientes niveles:

Las conductas agresivas no son admisibles en el código de conducta social: enseñar que es distinto defenderse a utilizar la violencia para lograr fines de tipo personal y que en muy raros casos (si no es que en ninguno) se está permitida la violencia. Enseñar que debemos respetar a otros y que nuestros derechos acaban donde empiezan los de los demás.

La necesidad de asumir modelos de conducta apropiados: Diferenciar entre lo que pudieran ser modelos negativos y modelos positivos. Un familiar que se ha hecho rico y poderoso a través de ser déspota y autoritario no es un modelo positivo; así como tampoco lo sería alguien que no respeta las reglas y se sale con la suya o alguien que usando la violencia o las agresiones pareciera no recibir castigo alguno. Un modelo positivo implica a alguien que vive y hace suyos los valores, y no se mide en función de la cantidad de dinero que posea, los bienes materiales que tenga o la popularidad de la que goce. La cantidad de valores con los que viva, eso sí, define la identificación de verdaderos modelos positivos.

Cambio de actitudes y comportamientos: no decir: él es así y no podemos hacer nada al respecto. Una manifiesta conducta antisocial debe ser modificada, así como lo deben ser las reiteradas agresiones de un niño en el colegio o las indefensiones (víctima) o las indiferencias (espectadores) del otro. El cambio de comportamientos es necesario si queremos evitar que en el futuro nuestro hijo sea un delincuente habitual.

En resumen, los tres niveles de participantes proponen trabajo en la solución de problemas como son: el entrenamiento asertivo, la autoobservación, la autorregulación, el autoregistro, la relajación y técnicas de estudio.

CONCLUSIONES

Debido a que el fenómeno del bullying gana fuerza y terreno en todo el sistema educativo mundial, que no es un problema aislado ni propio de los países desarrollados o en vías de desarrollo, es fundamental identificarlo y detenerlo. De ahí que este artículo planteara (en la primera parte) las condiciones y las características del fenómeno y el papel que tiene el agresor; mientras que en esta segunda parte se abordara el papel de las víctimas y los espectadores como mancuerna en la tríada de este fenómeno.

Y ya que los adultos parecen seguir poco informados de esto, no sólo por el desconocimiento del tema o porque crean que su hijo está exento de estas conductas, sino también porque la misma víctima prefiere mantenerse callada y no hacer del conocimiento de otros lo que pudiera estar sufriendo en el colegio (Cerezo, 2005), se hace cada vez más importante identificar el problema y realizar acciones que reduzcan estas conductas hasta eliminarlas totalmente.

A veces, involucrarnos un poco más en la educación y en las actividades de nuestros hijos, hace toda la diferencia. No así, la indiferencia.

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